Diario de un escritor que no escribe IV: el día en el que conozco a “viejo cagao” y descubro que todas mis ex se meten mano al ritmo de “That look you give that guy” de Eels.

Un cuerpo se introduce entre las sábanas y se aprieta contra el mío, en plena elaboración del abandono de mi madre, recostado en su cama blanca de hospital, sus bragas de algodón aún calientes sobre mis vaqueros. Un cuerpo necesitado que noto sobre mi espalda con un peso de impaciencia. Es un hombre, a tenor del bulto que noto comprimiéndose contra mis caderas a ritmo secuencial. Un machote con una erección portentosa. Una manaza segura comienza a acariciarme los pezones, con pequeños intervalos de presión sobre el izquierdo, únicamente. La otra me masajea los glúteos, por debajo de las bragas, con tímidos cachetes consentidos. No sé muy bien qué hacer, si debiera ser descortés y retirar las manos en un ataque de estrecho. A veces me dan. Sobre la nuca noto un aliento añejo, gimiente. Lo tengo claro: ese hedor bucal (una mezcla de antibiótico y ansiedad y caramelos tofe y muerte y deseo y experiencia) sólo puede pertenecer a un viejo calentorro que fumaba ducados. Sin lugar a dudas estoy en la cama con Vicente, el amante de mi madre. Es el viejo del que me ha hablado. Me dejo hacer. No quiero ser descortés y menos con alguien que ocupa una habitación en el ala de cuidados paliativos. No quiero cargar sobre la conciencia con la desilusión de un moribundo. Bastante tengo con la mía. Vicente me necesita. Su sexo me desea. Además, me está tocando. Y yo, por contacto físico, soy capaz de cualquier cosa. Incluso de hacerme pasar por mi madre, aunque sea por unos segundos.
¿Quieres que echemos un estripóker? Me he agenciado pastillas de la enfermería. Te daré lo que más te gusta. No volverá a pasarme. Esta vez no me quedo a medias, cielo. Vicente ha vuelto – dice el aliento de tofe en mi nuca.
Ante la amenaza explícita de ser amado por esa erección descomunal, me doy la vuelta y le encaro. Me recibe el jeto sorprendido y asustado de un anciano verdoso, rapado y arrugado, de mandíbula y pómulos prominentes y ojos hundidos tras gruesas gafas de pasta amarillo mostaza. Un esqueleto asustado de una delgadez envidiable. Tiene un sorprendente parecido con un Salinger gafoso, indefenso y pletórico de cicatrices craneales, tanto que por un momento dudo de si no será el escritor que ha decidido meterse en la cama conmigo porque ha conseguido leer una de mis dos novelas (nunca traducidas) en su retiro de Connecticut y no puede morirse sin expresarme lo mucho que le ha emocionado mi capacidad de expresión metafórica y mi lírica desgarradora. Pero es imposible que Salinger haya leído “El enigma de la mona ciclada” o “Yo no entiendo de raccord: memorias de una histérica”. Y de haberlo hecho, probablemente intentaría prendernos fuego o mearnos, a los libros y a mí. No, el esqueleto que tengo enfrente es Vicente, no cabe duda. De las fosas nasales del viejo salen unos tubos de plástico que le comunican a una bombona de oxígeno que traslada en un carrito con mochila que descansa a los pies de la cama. Menuda infraestructura logística coñazo la de la muerte. Cómo este hombre ha conseguido entrar en la cama tan sigilosamente, de manera tan limpia, es un misterio de la física hospitalaria que sólo la repetición continuada de una acción concreta (colarse en la cama de mi madre para tirársela) podría resolver. El hombre está a punto de emitir un grito pero lo paro a tiempo: le planto la mano en la boca desdentada.
No soy mi madre, ya lo ves. Llevo sus bragas, es cierto, pero no soy ella… es difícil de explicar. Lo que está muy claro es que no vamos a follar. Te lo digo por el bulto de ahí abajo. Mi madre se ha escapado con una toga silbando pasillo abajo… Ya no está aquí – carraspeo, me recompongo y continúo, abriendo mucho los ojos. Pero… no quiero que te vayas. Podrías seguir acariciándome pero sin meterme mano. Tampoco tenemos mucho más que hacer. Y lo de las caricias me relaja. Aquí en la cabeza. ¿Te parece? Y no diré que robas pastillas.
El viejo no puede contestar. Mi mano oprime su boca abierta. Parpadea y su mirada se calma. Quizás haya visto algo de mi madre en el destello de mis ojos o en mi expresión. Eso sería bonito. Que me reconozcan y me quieran y me acepten. Aunque sea por ella.
No te asustes: es sólo contacto físico entre dos personas necesitadas de cariño – retiro la mano. Porque estamos necesitados de cariño, ¿verdad?
El viejo asiente aturdido. Estoy seguro de que se plantea la posibilidad de llamar a seguridad y anunciar la fuga de uno de los enfermos del pabellón psiquiátrico. De comenzar a golpearme. De escupirme.
Pues pon la mano aquí, anda. Sobre la cabeza.
El hombre comienza a acariciarme el pelo, indefenso. Con sus toqueteos comienzo instantáneamente a relajarme. Mi madre también solía hacerlo cuando yo era pequeño y ella volvía a casa borracha de madrugada. Me acariciaba la cabeza y entonaba su melodía en un susurro. Nos quedamos en silencio, el hombre y yo, mirándonos a los ojos. Observándonos sin juicios. No sé qué pensar. El está muriéndose, yo estoy en pleno flashback. Unos pequeños ladridos hacen que desplacemos la vista a la silla de ruedas que está aparcada a pocos metros de la cama, junto a la puerta. El viejo ha debido de arrastrarse serpenteando desde ella, dejando caer baba y deslizándose sobre el mármol del suelo. Adaptación darwiniana de tintes caseros. Si no puedes andar, babea y deslízate. Sobre la silla de ruedas, un perro con sólo tres patas da saltitos eufórico.
Es Carmen. Va conmigo a todas partes. No muerde. Sólo quiere subirse –confiesa el viejo. Carmen ladra al escuchar su nombre y a mí me invade una melancolía profunda, una tristeza de terraza vacía de sillas metálicas en invierno, al ver a Carmen inconsciente de su deformidad mover el rabo emocionada. Me pregunto si el chucho es feliz y si se siente completa aunque le falte una pata. Debe de serlo a tenor de cómo da vueltas sobre sí misma. Carmen sabe como desconectar y olvidarse de sus defectos. Carmen es una perra con suerte. Carmen, la perra tullida, es una reina. Carmen sabe.
¿Cómo conociste a mi madre? – pregunto susurrando.
Por facebook.
¿También tienes facebook?
Claro que tengo. Nos dan un taller los lunes de cómo usarlo. Dicen que fomenta nuestra capacidad de relación y vinculación social y elimina el aislamiento previo a la muerte – dice de corrido. Aquí, en este módulo, es tendencia. Lo de estar deprimido y solo, quiero decir. Así que nos viene de perlas aprender cómo meternos en internet e insultar. Es una forma la mar de efectiva de canalizar la rabia. Siempre como anónimos, por supuesto, es lo primero que te enseñan los que saben. Los informáticos, vamos. Desde que vinieron unos tipos a darle un palizón a un anciano por un comentario que dejó en su página web intentando que le enviasen fotos desnudos, las restricciones acerca de la identidad son muy estrictas. Todo anónimo.
Añádeme como amigo.
Sólo tengo a mujeres, ya me entiendes.
El facebook no es para ligoteo.
Será el tuyo – el viejo se detiene un segundo y continúa. Tu madre y yo nos conocimos así, inflándonos a mensajes privados. Como todavía no nos han enseñado a mandar fotos ni colgar cosas, nos entretenemos con los mensajes… Quedamos en la sala de rehabilitación. Cayó la primera noche, contra las espalderas, como adolescentes hormonados, sentados en esa silla – señala la silla de ruedas sobre la que se erige Carmen, la perra expectante. He sido un hijoputa desalmado y un caradura toda mi vida. Pero a tu madre la he querido. Tanto como se puede querer en mi estado y en este lugar. Con la incertidumbre de los que vienen y van.
A mi madre no le importaba nadie que no fuese ella misma, por eso la querían todos los hombres. No hay nada tan erótico como la indiferencia y el rechazo. Y a mí que me importan… me dejan todas. A mí madre nunca la dejaron y eso que está chalada.
Chaval, a tu madre la dejaron tirada antes de que tú nacieras. Aquí no hablaba de otra cosa. Todo el día hablando de ese hombre.
¿De qué estás hablando?
Del cabrón que la destrozó. Tú no le conociste. Tu padre fue un amor práctico y no sé si sabía de su existencia, supongo que sí. Fue antes de él y antes de que tú nacieras. Tú sólo conociste las consecuencias de aquel amor: los lloros continuos de tu madre, su necesidad imperiosa de demostrar que valía, su soledad, su tristeza, sus borracheras… aquella canción que no paraba de cantar…
¿”Veinte años”?
Esa. Joder con la canción de los cojones. No paraba.
¿La cantaba por él?
¿Por quién si no?
La madre que la parió. Nunca dijo nada. Y mira que hablaba. Sobre todo drogada, no había quien la callase.
No es tan complicado hablar sin decir nada. Nadie atraviesa esta vida sin saber qué es el dolor, el dolor de verdad, el que destroza, por mucho que se proteja, ni siquiera tu madre. Ni siquiera un hijoputa como yo. Mírame ahora. Aquí solo. Todos tenemos historias inacabadas que van por dentro, por muy terminadas que estén para el mundo. Cosas que no nos atrevemos a sentir ni confesar. Mucho menos a la gente de cuyo amor dependemos. Y tu madre te necesitaba. Se obligó a mostrarse fuerte. Es lo que hacen las madres.
Cuéntame lo que nunca se atrevió a contarme.
Querrás decir lo que nunca te molestaste en preguntar. El que se está muriendo soy yo. ¿No deberías de entretenerme tú a mí?
Intento pensar. No hay demasiadas cosas de las que me guste hablar últimamente. Desde que ella me dejó y yo comencé a escribir me siento inservible y muerto, incluso entre moribundos. La autoestima no me acompaña aunque sepa que estoy vivo. ¿Dónde estás? ¿Eres feliz? ¿Piensas en mí? ¿Y a quién cojones me empeño en preguntarle cuando no hay nadie al otro lado? ¿De qué puedo hablarle a este viejo?
Tengo una amiga – comienzo y cierro los ojos intentando concentrarme– que después de morir su padre, presa de un dolor indescriptible por su pérdida, desarrolló la extraña rutina de despertarse cada mañana, salir a la calle sin lavarse la cara, comprar una napolitana de chocolate en la panadería de la esquina, caminar hasta dos cabinas de teléfono destrozadas que había en la calle de al lado y encerrarse en la de la izquierda. Descolgaba el auricular y escuchaba el silencio. El silencio de su ausencia. Yo había tenido una de mis muchas rabietas y me había escapado de casa y vivía en su sofá, orgulloso en mi rebeldía adolescente de pijo consentido. En aquella época no había móviles y nosotros no teníamos línea en nuestra casa, así que mientras su padre vivía, mi amiga tenía la costumbre de, algunas noches, bajar a esas cabinas cercanas y llamarle para saber de él. Ahora sé que también aprovechaba para llamar a mi madre y contarle que yo estaba bien, a mis espaldas, para no herirme en mi desapego libertario hacia ellos. La cosa es que después de morir su padre ella siguió haciéndolo, siguió yendo a las cabinas y mientras mordisqueaba su desayuno lloraba en silencio, porque después de descolgar el auricular ya no había palabras al otro lado, apoderada de una tristeza infinita, durante horas. Yo, en algunas mañanas en las que ella no tenía fuerza para hablar y al despertarme me encontraba la casa vacía, acudía en su busca y la encontraba allí, con la boca llena de chocolate, acurrucada en el suelo, llorando desconsolada con el auricular en el oído, escuchando la nada. Entonces le abrazaba con mucha fuerza, le acariciaba el pelo como tú me lo acaricias ahora, le besaba en la cabeza y le susurraba que pasaría, que ella era lo más bonito que había y que si seguía escuchando ese teléfono que no hablaba y lloraba, un día se levantaría sin tener que hacerlo. Mi amiga mantuvo la rutina durante un año exacto, todas las mañanas. Una de esas noches perdí la virginidad con ella, nos quisimos por error, confundidos, necesitados. Y todo se complicó. Nuestra amistad y mi vida. Abrí la puerta a los sentimientos, supongo. Y un día ella decidió cambiar mi cuerpo en la cama por otro distinto y yo volví a casa de mis padres, después de la aventura, derrotado, a seguir creciendo. En algún momento de ese tiempo mi vida dejó de ser la vida que yo conocía y me abandonó la fuerza que sentía. La energía indestructible del desconocimiento. Quizás hice mía su tristeza y por eso ella pudo seguir adelante. Le perdí la pista. La última vez que le vi sonreía detrás de una cámara de fotos con un porro en la boca. La vi a través del ventanal de una cafetería. Iba del brazo de un hombre algo mayor que ella y parecía feliz. No me atreví a salir a su encuentro y saludarla. Hubiese querido abrazarla. Así entendí que en alguno de todos los abrazos que le di quizás hice mía su cabina. Quizás eso fue lo que pasó. Ahora, a veces, sin saber si me gusta, camino hasta aquella cabina, ahora ya no tiene cristales y la cubren los graffitis y nadie la utiliza salvo los que buscan monedas huérfanas, pero yo me encierro dentro en momentos difíciles y descuelgo el auricular y lloro en silencio… ¡Despierta! Oye… ¡Viejo, despierta!
El viejo abre los ojos. Perdona, me cogió la modorra al calorcito. Es que no soporto las historias ñoñas…- dice bostezando. Me dan somnolencia. Desde pequeño.
¿Mi historia te ha parecido ñoña? Es el comienzo de una novela que no he escrito… – confieso.
Pues no la escribas. Me ha parecido insoportable.
Oigo un ruido extraño. A los pocos segundos me invade un olor nauseabundo. Carmen da un salto en el aire, baja de la silla y desaparece de la habitación, entre aullidos de dolor, espantada por el olor, probablemente. A mí también me gustaría escapar, a veces.
Lo siento – murmura el viejo. Cada edad tiene su tipo de incontinencia. Aprieta ese botón verde, para que me limpien.
En un rato te limpio yo, ¿vale? Sigue acariciándome – sonrío intentando respirar por la boca. Te podría llamar “viejo cagao”. Molaría para un personaje: un viejo moribundo que se caga cuando le cuentan historias ñoñas. Algún día quizás te escriba. ¿Qué te parece? Te pondré un brazo así también.
El viejo mira su brazo derecho hinchado, de un volumen descomunal, deforme.
Es un linfedema. Un daño colateral común del tratamiento contra el tumor que me está matando. Mira esto – el viejo abre la boca y me enseña una batería de dientes desiguales y sucios, corroídos – esto es por los vómitos incesantes. Antes tenía una dentadura perfecta. Escribe eso también.
Nos mantenemos en silencio, como cientos de veces he descansado frente a los cuerpos de cientos de mujeres. De unas cuantas, vamos. Aunque ellas no se cagaban encima. Que yo me diese cuenta, al menos.
Es imprescindible sentir el dolor y después dejarlo ir –señala el viejo.
¿Qué quieres decir?
Tu historia ñoña. Que os agarráis al drama que da gusto. Mira tu madre: construyó toda su vida bajo la vergüenza del abandono. Que dejes de compadecerte y pedir que te acaricie el primero que pasa.
La última vez que la vi en persona fue en esta habitación, el día que escapó, vestida con una toga.
Era mía. Era lo único que tenía para regalarle. Fui juez.
La siguiente vez que le vi estaba desnuda en un programa de televisión en la que una reportera seguía a una enferma de alzheimer durante treinta días de su vida. Para entonces, había sido incapacitada y yo ya había escrito dos libros que no habían tenido ningún éxito y había decidido vivir y dejar de escribir. Le había ingresado en varios hospitales y centros médicos de reputación intachable y se había escapado de todos. Este fue el último. También se escapó de aquí. A los meses, la vi por televisión, en ese programa. Intenté sacarla de allí pero estaba blindada con cientos de contratos. La televisión no suelta con facilidad a los monstruos que crea, ¿eh? – río con tristeza. Irónicamente, fue el único éxito que tuvo mi madre en vida. Convertirse en una vergüenza nacional le aupó al Olimpo de las audiencias. Ella que se había pasado la vida intentando triunfar sobre un escenario, que había hecho lo indecible por obtener una migaja de fama… Consiguió lo que quería cuando ya ni siquiera se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor. Quizás el tío ese que dices que le abandonó por fin le vio.
¿Sabes lo que le gustaba a tu madre además de beber, follar y drogarse?
¿Dar la nota? ¿Ir a la suya?
Escuchar música. Como estaba medio sorda, le traía los cascos y le subía el volumen hasta que parecía que los tímpanos le iban a reventar. Dormía con cascos escuchando música mientras yo le abrazaba y vomitaba durante la noche, subiendo y bajando de la cama a la silla de ruedas y vuelta.
¿Qué escuchaba?
Déjame- el viejo mete la mano debajo de las sábanas y extrae un ipod que supongo que se ha sacado de los pañales cagaos. Me coloca unos senheisser enormes de terciopelo rosa en los oídos.
Tú no puedes tener un ipod. Eres un viejo cagao – digo un poco más alto de lo que requiere la situación.
¿Y tú cómo vas a poder confiar en una mujer si vives acechado por el fantasma de tu madre vestida de juez? ¿Obsesionado con la idea de que nunca te quiso? ¿De que nunca fuiste suficiente para ella? Y no me grites – el viejo manipula el ipod con soltura, buscando un tema. Cuando abandonas a tus hijos a los tres años para impedir que crezcan sobreprotegidos pero les colmas de regalos por correo y de cuentas bancarias cediendo al chantaje de tu ex mujer… esto es lo que obtienes en compensación por sus visitas que nunca se producen. Regalos tecnológicos por correo que se supone que pueden suplir su presencia aquí, lo cual no deja de ser justicia poética. Por lo menos me lo enviaron con las listas de música hechas, lo que no sé es si es un regalo o una condena. No entiendo nada de lo que cantan. Mira, esta era la canción que le encantaba a tu madre. Me enseña el ipod. Sobre la pantalla puedo leer con claridad el título de esa canción, esa y no otra: “That look you give that guy” de Eels. Un escalofrío recorre mi espalda.
Es imposible que mi madre y tú escuchaseis esta canción. Es la canción favorita de ella. Ella, la que me la puso aquella Nochevieja que nos encerramos en casa pasando de todo y la escuchamos en loop durante horas. Fumando. Follando. Bebiendo. Contándonos secretos. Volviendo a follar. Después de dejarme la puse de melodía de mi móvil. Es nuestra canción. La hice mía.
Le recordaba a ti, decía tu madre.
Y una mierda. Mi madre nunca escuchó esta canción.
No se trata de realismo. Esto es tu flashback.
Se me sale todo de madre. Todo se me desparrama, hacia todos lados, inabarcable. Incluso los flashbacks se me rebelan. Es todo tan confuso, joder… Quiero escribir algo ridículo, emocionante, lleno de dudas, preguntas sin respuesta y situaciones que no sabré resolver. Algo que cambie mi mundo de una vez por todas. Quiero que sea íntimo, avergonzante y alegre, autoflagelante y esperanzador, rebelde, anárquico, maníaco y cálido, lleno de amor y vacío. Pero tengo miedo. Me siento solo. Incapaz.
Yo siempre quise ser cowboy. Pero me pusieron gafas. Y me he pasado la vida pensando que no podía ser cowboy porque llevaba gafas. Ningún cowboy de verdad lleva gafas, ¿no?
No – contesto.

Gilipollas. Un día descubres que esos no eran cowboys de verdad, sólo actores. Y que llevar gafas nunca debiera haber impedido que te montases en un caballo y escuchases country. A Carmen no le impide ser una perra que le falte una pata porque Carmen siempre será una perra. Y yo siempre fui un cowboy. Ahora mismo, aquí, soy un cowboy. Porque siempre he sido un puto cowboy. La putada es que para cuando te das cuenta de todo eso, de que no eres un impedido, ya eres juez y tienes una vida montada y muchas responsabilidades y un camino recorrido que ni siquiera recuerdas haber andado. Entonces es cuando realmente ya no puedes ser cowboy. Y eso no tiene nada que ver con las gafas, que fue lo que te lo impidió en un primer momento. Estás atado por todos lados. Te has atado tú solo porque pensaste que llevar gafas no era compatible con tus sueños. Que tú no podías. Que no entrabas en el molde prediseñado. Pero no hay moldes, ni gafas ni nada. Ese es el secreto ¿Entiendes? No hay reglas.
¿Crees que quizás vuelva?
Tu problema no es ella. Tu problema eres tú.
A veces le echo de menos…
Mira que eres cabezón. Es hora de una terapia lisérgica – con un chasquido de sus dedos la luz de la habitación se vuelve tenue y un cañón de luz brillante ilumina la puerta de entrada que aparece vacía, como la boca de un escenario.
Quítate los cascos. Que esto suena por altavoces porque yo quiero.
Sin entender absolutamente nada, me retiro los auriculares de los oídos.  El viejo sonríe a la espera de que me coloque en la cama. La canción ha vuelto al comienzo y no sé si el viejo ha apretado algún botón pero ahora estamos los dos sentados. La música suena y entiendo que de alguna manera extraña sale a través de las paredes y por debajo de la cama, entre las ranuras del techo y se esparce, sale por la ventana y vuelve a entrar con fuerza renovada y nos rodea y se mete en mis neuronas, atraviesa mi corriente sanguínea y me sale por la nariz y los ojos, me atrapa y no me suelta. La música soy yo.
Tu madre decía que esta canción a veces le hacía pensar en una imagen que la hacía feliz – dice el viejo sonriendo y ahora tiene una dentadura perfecta y ya no tiene arrugas ni pañales. Es un hombre guapo. Estamos desnudos y nos sentimos plenos y gustosos en nuestra desnudez. Tu madre se imaginaba a todos los amantes y parejas que tuvo a lo largo de su vida, incluso los que ya murieron, en una cama gigante, amándose unos a otros a través del tiempo, acariciándose los cuerpos sin rechazo ni abandono sino con deleite y cuidado, los sexos abiertos y generosos, el placer y la entrega por único deber. Cada uno representado por la imagen de su recuerdo, no por la imagen real, sino la construida, la que queda en la memoria, la que llena el pecho de calor y anhelo, queriéndose, amándose sin barreras, ni siquiera la física. Una cama enorme y luminosa rebosante de cariño, donde el desamparo, el rencor, los juicios y la envidia no tuvieran cabida. Eso era el paraíso para tu madre. Esa cama. Su recuerdo.
De manera natural y siguiendo perfectamente el ritmo de los acordes de Eels, el viejo y yo nos elevamos sobre la cama como humo y levitamos ligeros en un espacio sin gravedad y sin rencor, de color pastel, las pelotas colgando en el aire.
Fíjate bien. Es tu vida – señala el viejo levantando su brazo fibrado lleno de tatuajes hacia la puerta.
Una a una van apareciendo todas mis exes vestidas como animadoras pechugonas de un campeonato de boxeo portando cartulinas que levantan orgullosas y divertidas con mensajes que mueven al ritmo de la música. Todas y cada una de ellas de la primera a la anteúltima. Porque ella, la última, la que duele, la que me enseñó esta canción, no aparece. Ellas, mi vida, van pasando por delante de nosotros mirando hacia donde nos alzamos pero sin poder vernos. La infraestructura de los sueños y las fantasías. Ver sin que te vean. Están todas las que puedo recordar y he podido superar y todas tienen pechos enormes y están felices y vivas y sonríen al pasar frente a nosotros, incluso las que me odiaron. La habitación se llena de aire caliente y la oscuridad no produce temor sino paz silenciosa. Leo los mensajes que me entregan desde un lugar que no sé cuál es: Algunas noches te sigo queriendo, ya no pienso nunca en ti, te he engañado, sigo sin comprender el conflicto palestino-israelí, me hiciste daño, me gustaría que me llamases y me preguntaras cómo me va la vida, te jode mi sonrisa, apoya el comercio justo, has visto las tetas que me he puesto, eres lo peor que me ha pasado, nunca serás nadie, ¿estás desconectado? creo que no te va el wifi, yo no soy esa, llámame por favor te echo de menos, si me ves gira la cabeza y crúzate de acera friki, mi madre aún habla de ti. Ahí están, paseando su alegría y su poderío frente a mí y me siento contagiado, orgulloso de ellas. Impulsado por una repentina emoción caliente me descubro compartiendo con el viejo cagao cada una de mis historias, desgranando mis recuerdos con una sencillez apabullante, sin dolor ni odio ni tristeza, orgulloso de haberme compartido con estas mujeres que siguen sobreviviendo sin mí. Ella, la que tenía revistas de moda y cerillas y velas aromáticas en el váter y mencionaba a Paul Auster a la menor oportunidad aunque nunca lo hubiera leído y nunca me interesó lo más mínimo. Ella, a la que nunca le dije que le quería. Ella, la partidaria de teorías creacionistas que un día se rapó el pelo y se dejó un kiki en la frente y se hizo tecno-feminista. Ella, la que me hacía sentir un imbécil por emocionarme al recoger conchas en el mar en nuestro primer viaje juntos y por escuchar a Tom Waits. Ella, cuya mejor amiga me tenía prohibido ir a cenar con ellas porque me consideraba un friki amargado y consumido, que con facilidad inoculó su odio en mi pareja hasta que ella me dejó por otro y a los pocos meses él le dejó a ella porque se fue con su amiga. Ella, cuyo padre se escapó con el jardinero del chalet veraniego quince años más joven y abandonó a la familia para hacerse productor de musicales junto a su novio. Ella, la que alardeaba de lo práctico de su vida y de sus pensamientos y que una noche borracha me confesó entre lágrimas que no entendía qué le ocurría, que siempre había sido así, que había algo que le impedía ser feliz; la que me dejó al día siguiente de su confesión y no soportaba a la gente que no sabía guardar la compostura. Ella, la beata guarrona seguidora fiel de los Legionarios de Cristo y pedagoga en un centro de menores católico, a la que me gustaba sodomizar vestida, que después de que se destapara el escándalo Marciel entró en una depresión profunda, montó un negocio de depilación, tuvo siete hijos en siete años, uno de ellos transexual, y terminó internada en un centro mental, también católico, consumida por un complejo de culpa asesino. Ella, la artista, la que se hizo pasar por loca colocando pollos congelados en la bañera y en el pasillo y en la cama y les hablaba y les mecía y les lanzaba alpiste todas las mañanas y les puso nombre; la misma que me encontré una madrugada a las cinco de la mañana frente al ventilador en el salón pretendiendo ser Kate Bush con un camisón vaporoso cantando a pulmón abierto “Wuthering Heights” y que ante mi tierna y desvivida preocupación por su estado mental desestimó seguir haciéndose pasar por tarada y confesó que no tenía el suficiente valor para romper conmigo y que había decidido meterme miedo para que yo la dejase a ella sin contar con mi generosidad emocional. Ella, la estilista adicta al crack metida a bloguera de tendencias que se pasaba todas las noches de fiesta en fiesta y que trabajó en Ibiza de relaciones cuatro años y que después de dejarla por otra estuvo amartillándome el timbre del portal y gritando te quiero y jurando que lo dejaba todo por mí durante cinco meses. Ella, la diseñadora de espacios webs que impartía talleres informáticos y de superación personal para deficientes y bebía té rojo y un día la contrató una multinacional y dejó a los retrasados por dinero y se mudó a Londres y me envía emails de vez en cuando porque no tiene tiempo para viajar. Ella, de la que me enamoré la primera vez que me acosté con ella porque me hizo un dedo y al sacarlo tenía restos de mierda y me dijo que tenía caca en la uña con toda naturalidad y fue a limpiarse y dos semanas después le pegué ladillas y lo entendió porque tenía una manera respetuosa de aceptar mis lados más invendibles. Ella, la que siempre llevó una peluca a lo Georges Perec y pantalones a lo Seberg y se teñía el bigote y le encantaban las bufandas tejidas a mano con personajillos de cuentos de hadas depresivos y era fan de Pynchon y sufría de gases. Ella, la que fue campeona olímpica de natación y seguidora de la saga de “Crepúsculo”  que quedó en silla de ruedas después de resbalarse en la calle a la salida de un cine de extrarradio; la sonriente paralítica a la que le leía cuentos de otros jurándole que eran míos y dejé por insatisfacción sexual y abandono intelectual. Ella, la enfermera que conocí cuando me ingresaron para mi primer lavado de estómago por ingesta de benzodiacepinas e intento de suicidio que luego paso a hacérmelos ella misma en su casa con café con sal y miel con limón en mis siguientes cuatro intentos. Ella, la madurita adicta a spining a la que se le reveló su identidad sexual latente con los pequeños golpecitos de su pubis con el sillín y que me abandonó al necesitar un tipo de placer que yo me negaba a proporcionarle con cera y arneses y latex y ahora es una cotizada dominatrix que hace shows junto al que fue su entrenador. Ella, la bisexual historiadora que nunca dejó que me acostase con sus novias. Ella, la impedida emocional. Ella, la abusada consumidora de base en poblados gitanos cuando no atendía pacientes en su consulta de psicóloga. Ella, la arquitecta miope que es la única que baila mirando a la pared. Todas las mujeres a las que amé y que me amaron. O que me importaron y no pude ni supe llegar a querer. O que conocí y no llegaron a importarme pero hubo algo que me hizo recordarlas. Las que me odiaron y las que me echaron de menos. Las que me avergonzaron y las que se entregaron a mí. Las que escuché y las que me dio miedo amar. Están todas menos dos, las más importantes hoy. Mi madre y ella. Todas pasan por delante y después de hacerlo, se deshacen de las cartulinas y se quitan la ropa y comienzan a acariciarse unas a otras sin perder la sonrisa. Una inmensa orgía de luz y cuerpos esculturales, pretendidamente idealizados por mi recuerdo, supongo. Todas se tocan y se amasan los pechos y se besan los pezones y se lamen los sexos abiertos y se introducen los dedos y se esparcen las lenguas por todo el cuerpo y se unen y se entienden y se aceptan y se comprenden y gimen y sonríen y no parecen tener preocupaciones ni prejuicios y se reconocen y no parecen molestas ante mi mirada, todo lo contrario. No me echan de menos y se bastan con tenerse porque en esta orgía no hay expectativas ni ideales sino pasión y entrega. Si esto fuera una serie de HBO estoy seguro de que todos giraríamos en un plano circular mareante.
Esto es lo que me encanta de este hospital – comenta el viejo cagao susurrando en el aire. Hagas lo que hagas siempre ves tetas.
¡Se acabó! ¡Se acabó! – todo se desvanece súbitamente y una enfermera levanta en el aire al viejo cagao, que vuelve a tener arrugas y pañales sucios, y lo deposita en su silla, en un solo movimiento. La cabeza de Carmen, la perra, asoma asustada y culpable por el quicio de la puerta. ¡Siempre detrás suyo! ¡Menos mal que esta la perra, pobre animal! Ha llegado llorando despavorida, vomitando, muerta de asco. ¡Y no es para menos! Llega el olor hasta la recepción… Tenemos a los pacientes desvaneciéndose por el pasillo. Pero ¡¿qué come usted?!
Me gusta que me den caña – confiesa sonriéndome el viejo al ser empujado en la silla. Me hincho a kiwis en ayunas, para el tránsito. Me aseguro de cagarme. Así viene esta a lavarme. No digas nada.
Estoy convencido de que no volveré a verle y una pequeña sensación de orfandad sorprendente hace que me lance a intentar retenerles. La enfermera me para con un golpe seco sobre la mano.
¡Quietecito! Este se va conmigo. Tú en la cama, con las bragas.
Intento abrir la boca pero ella me mira. No hay mirada más atemorizante que la de una enfermera cabreada. Se acerca a mí imponente y atrapa mi cara entre sus manazas. Sopla en mi cara y dice: La vida son reescrituras. Fracasa mejor, lo dijo Beckett. Pum.
Despierto inmediatamente.
Reconozco a la perfección mis alrededores: me llevan esposado en la parte trasera de un coche de policía que avanza decidido a lo largo de mi ciudad, que atardece ajena a mi detención y a mis flashbacks. Podrían haberme golpeado más fuerte y ahorrarme el trayecto. La visión de las personas que pasean en libertad. Pero la policía no tiene empatía suficiente ni para dar hostias. Intento recolocarme con poco éxito. Estoy boca abajo en un coche policial, esposado, camino a comisaría. Qué puta manía tienen los flashbacks de acabar siempre bruscamente sin que entienda realmente qué es lo que ha ocurrido. Tengo la boca pastosa. En el paladar, como un amante que no se olvida, aún perdura el sabor agridulce de mis recuerdos.