El pasado irrumpe en tu vida siempre de una manera ridícula e invasiva cuando menos te lo esperas. El hijo puta tiene un sentido dramático irreprochable: espera su momento y cuando las defensas están bien bajas, cuando estás convencido de que has comenzado a dejarlo atrás… ¡zas-pum-wow-y-vuelta-al-zas!
Déjame que te lo explique. Si, pongamos el caso, estás en pleno resacón apocalíptico porque llevas todo el puente en modo “pasote-destroyer-a-ver-si-de-ésta-me-quedo-tonto-del-todo”, con lagunas incluidas, haciendo lo imposible por escapar de ti mismo y de tu vida y decides, en un arranque de lucidez, arrastrarte como puedes a bajar la basura acumulada de tres semanas y, contando que es de madrugada y que las calles están vacías, llegas al portal en slips rotos y zapatillas de borrego (con los calcetines de rayas bicolores subidos hasta la rodilla) sin importarte quién pueda verte, porque todo ha dejado de importarte ya o aún vas tan colocado que ni te preocupa, y por el camino tienes arcadas y mareos y te quieres morir y te das cuenta de que no te quedan uñas que comerte para calmar la ansiedad y que llevas cinco días seguidos sin pegar ojo y que eres incapaz de contar el número de personas que han pasado por tu piso y al salir a la calle te atacan sudores fríos y tembleques y sabes que tu aliento mataría a un dragón y que esto no lo arregla ni un anuncio veraniego de Estrella-Damn, ni la cápsula Fénix en la que han liberado a los mineros chilenos mientras tú te esnifabas gramos y gramos rodeado de gente de la que no recuerdas su nombre ni su aspecto (sólo sabes que no querían acostarse contigo ni darte su messenger por mucho que se lo rogases) y tus pelos en la noche parecen rabos de cerdo deshidratados y metálicos y posiblemente tengas algún ojo hinchado por el cansancio o el estrés y multitud de granos, por mucha exfoliante que utilices entre semana, y entonces, camino del contenedor, te resbalas en una mierda de perro (la de un yorkshire, por ejemplo) y al levantarte, con los huesos crujiendo y el alma hecha pedazos, una de las bolsas de basura se desata desperdigando todos los restos de comida descompuesta y papel higiénico pestilente sobre tu camiseta de tirantes y vuelves a dar con la espalda en la acera fría y con la otra mano, para hacer palanca, sin darte cuenta, te apoyas sobre la mierda líquida del perro (que sí, definitivamente, es de un yorkshire) y del susto te llevas esa misma mano a la cara y te esparces sin querer los deshechos por la frente… si todo eso ocurre y tú te encuentras en slips y zapatillas, con halitosis, despeinado, auto compadeciéndote, ojeroso, medio muerto, preguntándote cómo es posible que las preguntas más sencillas siempre sean las más difíciles de responder, desahuciado, perdido, histérico, enzarpado, doliente, desesperado y la cara cubierta de mierda de yorkshire, las posibilidades de que te encuentres con tu exnovia, la que te dejó hace un mes, son infinitas. La ley de la estadística nunca falla: la probabilidad de que este encuentro nuclear se produzca es inversamente proporcional a la buena pinta y estabilidad emocional que tengas. Es más, no sólo te encontrarás con ella, sino también con su pareja nueva (la que antes de abandonarte era sólo un amigo), ésa que siempre sonríe con piños blanquísimos y tiene un cuerpo escultural y es extremadamente educada y le lleva en moto y le paga masajes y regenta una escuela de Kundalini yoga que tiene una página en facebook de la que casi todos tus amigos se han ido haciendo fans desde que ella te dejó. ¿Qué cojones les pasa a tus amigos? ¿Son gilipollas o qué? ¿Por qué les ha dado a todos por hacer yoga de repente? ¿No saben lo que es la lealtad? ¿A qué extremos hemos llegado? ¿Qué pasa con todas las noches en las que les invitaste a cocaína, putas y copas en tu casa? ¿Y todas las veces que te grapaste las manos a los bolsillos del pantalón para evitar que tus manos se lanzasen impúdicas a meterles mano a sus rolletes? ¿No entienden el valor de la amistad, de la diplomacia, de las claves de las redes sociales? Los dos, tu exnovia y el neojipi, se sorprenderán de verte y seguramente evocarán un gesto agradable, condescendiente, paternal. El incluso quizás te ofrezca su jersey de lana gorda de colores andinos para que te tapes o un tarrito de flores de bach para la depresión o una pequeña hoja con una kriya contra el abandono, con una sonrisa pacificadora. Mantendrán las formas, algo que tú ya no sabes qué significa exactamente, porque hace tiempo que lo perdiste todo, comenzando con la dignidad. Parecerá incluso que se alegran de ver el engendro en el que te has convertido. Celebrarán calladamente lo a salvo y seguros que se encuentran lejos de un detritus humano como tú. Entonces, rodeado de un olor repugnante, con cara de idiota, murmurando de corrido “mealegrodeverteSandraestoygenialmevatodomuybiennoveaslacantidaddeproyectosqueestánsaliendo-adelantemealegrodevertenograciassoyalérgicoalinciensoperomuchísimasgraciasteloagradezco(hijodelagranputa)” sin darle tiempo a que ella pregunte o abra la boca, cubierto de basura y mierda líquida de perro, te darás cuenta del poco control que tienes sobre tu vida, de lo estúpido e irrisorio de intentar saber qué ocurrirá, de la colección incontable de complejos, traumas e inseguridades que acarreas y de lo guapa y feliz que está tu ex novia sin ti. Luego, al volver hacia casa, queriendo morirte, descubrirás un condón usado (y ni siquiera lo habrás usado tú, porque tú no guardas preservativos, tú sólo atesoras rechazos) pegado a tu pecho. Y sabrás que ella lo ha visto. Y entonces te sentirás tan solo, tan depravadamente solo e incomprendido que querrás desaparecer o prenderte fuego o saltar por los aires masticando kilos de tetranitrato de pentaeritritol. Querrás comenzar a correr y no parar nunca. Pero no lo harás. Continuarás caminando al ritmo que puedas hacia tu guarida. Y en esos tres pasos entenderás que nunca llegarás a presentar el telediario y que tu carrera política está acabada porque das pena y no naciste para ser un líder y que por muchos cursos de motivación personal e inteligencia emocional y terapia gestáltica a los que te apuntes nunca conseguirás tener la más mínima credibilidad pública ni seguridad en ti mismo y las mujeres seguirán abandonándote porque la tienes pequeña, follas fatal y, en definitiva, eres triste y defectuoso. Nadie te pagará por escribir columnas de opinión porque cualquiera se mofa de ti y nunca se toman en serio tu criterio. Intuirás, con claridad analítica, que de hecho nadie te escucha porque deprimes a las piedras y que tu futuro se verá reducido a esconderte para siempre o a traficar con pulseras deportivas abanderadas por celebrities a las que untan ONGs sin ánimo de lucro. Cuando mueras, nunca antes (porque tendrían que pagarte derechos y no vas a ver un duro mientras vivas, tú has nacido para ser pobre), harán una película sobre ti y sobre lo demencialmente deprimente que ha resultado tu vida y el actor que te interprete ganará un Oscar por dejarse afear (seis horas cada jornada) en el departamento de maquillaje y engordar quince kilos para el papel. Pero ya no te importará, porque tú llevarás años entre gusanos. Y al cabo del tiempo recordarás que esto ocurrió, que este encuentro onírico fue real pero ya no te dolerá. Y no olvidarás. Porque nunca se olvida del todo. ¿Lo pillas, verdad? Pues esto es lo que les ocurre siempre a las personas normales. Gente como tú. Nada llamativo. Así es la vida, lo dijo Sinatra. Sinatra sabe.
Luego estoy yo, el escritor que no escribe. En mi caso, el pasado vuelve a lo grande y hace saltar por los aires la puerta de mi dúplex heredado de una patada a lo Tura Santana y a punta de pistola. Encarnado en cinco agresivos agentes del orden público que chillan y me agreden. Maderos cabreados dispuestos a lo que sea para sacarme de los pelos de la ensoñación de mi existencia. Esta mañana me ha detenido mi pasado. Tal cual. A las once y cuarenta y tres minutos, han entrado cinco policías con las armas en alto en mi dúplex y me han obligado a separarme de mi mesa de trabajo al grito de: ¡Las manos a la cabeza! ¡Quieto! ¡Ríndete cabrón! En plan telefilm, vamos. Yo me encontraba en plena lucha interna, sentado sobre el cuero de la silla reflexiva Vitra y los brazos temblorosos y el kimono abierto, intentando controlar mentalmente el impulso patológico de pelármela por cuarta vez y volver a pagar una suscripción mensual a una página web porno en la que jovencitos rusos retozan con abuelas en múltiples posiciones y combinaciones. Es decir, haciendo lo que hago a menudo desde que ella me abandonó y yo publiqué en esa revista online mi primer relato en siete años y luego el relato se esparció como la pólvora por internet y yo me vi, así, sin quererlo, retomando la escritura y volviendo a hacer lo que mejor se me da: masturbarme, empapuzarme a cremas de Kiehl´s y no escribir. Pasando del Word al Safari y vuelta al Word y de nuevo al Safari. Todo al ritmo de Casiotone for the Painfully Alone que suena en el hilo musical de toda la casa. Surfeando porno y procesadores de texto moviendo la cabeza al ritmo de la música como un teleñeco solitario que ya no tiene público y alegrándome de lo bien decorada (estilo rustichic, barroco y kitsch) que está la habitación que destiné al trabajo. Al trabajo que no hago, claro está. Pero no será por motivación: tengo postales de Mark Ryden y Jules Julien y una foto de Miranda July y un montaje de photoshop en el que Saul Bellow se come la boca con Dave Eggers y muchas páginas de periódicos recortadas y subrayadas. Tengo hasta folios sin polvo en la impresora. Lo que, es evidente, marca mi intención inequívoca de escribir, aunque no lo haga. La cosa es que en un momento tan íntimo como ese (los segundos previos a la masturbación compulsiva), cinco policías han reventado la puerta de mi casa a patadas y me han rodeado, imponiendo el frío metal del acero de sus pistolas sobre mi cabeza (cinco puntos como de acupuntura sobre el cráneo). No me han dejado que me mueva, el kimono desabrochado, los pelos del pubis y el sexo perezoso asomando por la abertura y el ordenador frente a mí con una abuela rusa que gime a cuatro patas en voz alta rodeada de siete púberes de piel pálida. ¡Quita el volumen depravado! ¡Que se calle esa…! ¡Esa anciana! – ha ordenado un hombre. Inmediatamente una voz de mujer a mis espaldas ha confirmado mis peores sospechas. Me están deteniendo. Entonces es cuando todo ha tomado un cariz menos ficticio y más trágico.
Nunca me había pasado. Me he meado encima. Ha sido la emoción… creo – comparto sonriente y avergonzado.
Ya nos hemos dado cuenta gilipollas. Quietecito. Deja que te empape. Estarás calentito – dice una mujer a mis espaldas con marcado acento oriental. Es la jefa. Lo sé por su tono. Por sus silencios. Porque está respirando en mi cogote y su aliento sabe a amenaza y a teleserie de madrugada. A peligro (con chiste incluido). Está tan cerca que me planteo la posibilidad de que quizás ella se esté planteando la posibilidad de lamerme el lóbulo de la oreja e incluso plantear abiertamente la posibilidad, que yo también me planteo, de iniciar una orgía. Tendría que ver antes cuántas mujeres dispuestas a acostarse conmigo (qué difícil me lo pongo) puedo reunir en diez minutos, desde luego. Pero no. La china no me chupa la oreja. Esta es una china cabreada con una pistola que usa un perfume del que no recuerdo el nombre y no está pensando en acostarse conmigo. Está decidida a hundirme la poca vida social que me queda. Estoy perdido. “Como te muevas te vuelo la tapa de los sesos, tonto del culo”. No dice “tonto del culo” de corrido sino poco a poco, saboreando cada palabra. Tonto. Pausa. Del. Pausa. Culo. Expiración.
Tengo cita para una limpieza de boca en media hora. Para quitarme el sarro – no he movido ni un solo músculo de mi cuerpo. Así que no es muy buen momento para que me detengáis justo ahora, la verdad. Esta tarde viene una revista a sacar fotos de la casa. Va a ser portada de la próxima “Casas con rollazo de artistas emergentes 2.0 de tendencias que saben mucho más que tú de lo que mola”. Es un número especial, ¿sabéis? Y aún tengo que elegir que me pongo para el shoot. ¿Qué es lo que he hecho?
Nadie contesta. La abuela rusa continúa gimiendo en la pantalla. Dos grandes gotas de sudor caen por mi frente. Adelanto una mano para cerrar la ventana del explorador pero en menos de lo que duran las parejas y matrimonios hoy en día (según mis cálculos una media de catorce horas y veintiún minutos, a no ser que te conozcas por internet o en lugares destinados al intercambio sexual con lo que la media puede llegar a bajar a nueve minutos y medio e incluso a cuarenta y cinco segundos) me veo reducido al suelo, la jeta aplastada contra las láminas de roble sudafricano (ahora me pregunto si en Sudáfrica hay robles o si me lo dijeron para justificar su precio) del parquet encerado por la filipina a la que contraté hace una semana para limpiarme la casa, lavarme los calzoncillos y contestar al teléfono. Alguien me recoge con violencia la cara y me la aprieta.
Aiiiiiiii, no me tires del pelo que se me cae – me quejo. Prometo que cambiaré, no volveré a hacerlo jamás – no sé de lo que hablo. Lo juro, no volveré a hacerlo.
Alguien me está esposando. Pasos y movimientos a mi alrededor que no consigo identificar. Sirenas en la calle. Me pregunto si me habrán confundido con un terrorista por la barba que me he dejado para intentar ocultar mi doble papada incipiente.
¡Está armado! ¡Cuidado! ¡El sospechoso va armado! ¡Ahí está el arma! – de nuevo la china tocacojones.
¿¡Armado?! ¡Si voy en kimono y me he meao! ¡No tengo bolsillos! – garras y pezuñas que empiezan a desbaratar la mesa del escritorio. Cuerpos que se lanzan sobre ella, como despedidos por el efecto expansivo de mi voz. Papeles y post-its y cuadernos y libros que caen a mi alrededor como bombas fétidas. Una mano se ha lanzado y ha cerrado la tapa del ordenador y de un tirón seco lo ha separado de todo el cableado. A tomar por culo la televisión HD recién sintonizada para todas las pantallas de la casa.
¡Arma sustraída al sospechoso! ¡Procedemos a su detención!
¡Eso no es un arma! ¡Es un portátil! ¡Es un Sony Vaio! – rujo lanzándome a salvar lo único que me mantiene vivo. Mi porno. Mi escritura. Logro zafarme de las dos manos que me atenazan y me lanzo a recuperar mi tesoro. Le arrebato el ordenador de las manos al policía que lo contemplaba como si fuese Kriptonita. Dos segundos más tarde noto una quemazón dura y seca en la parte trasera de la nuca. Supongo, porque todo se vuelve terriblemente negro, que pierdo el conocimiento y que la china me ha golpeado con saña en la cabeza o me ha intentado despellejar el cuero cabelludo a mordiscos. Quizás sea fan de “Holocausto Caníbal” o haya tenido un novio que se volvió maricón, le dejó y ella se quedó misántropa perdida. Quizás esté proyectando mi propia frustración y sea yo al que le apetece morderle la cabeza a esa bestia oriental. La cosa es que todo lo que veo se vuelve del color de la oscuridad. Creo que ahí, en ese preciso momento, cuando dejé de sentirme tan solo, fue cuando comenzó el flashback.
VICE MAGAZINE
Ilustración: POL ANGLADA