Cuando me siento rechazado…

…me da por leer COSAS QUE LOS NIETOS DEBERÍAN SABER, de Mark Oliver Everett

[Eels – Skywriting]

He rechazado por no entender ni querer hacerlo, por no conocer, por funcionar con prejuicios inmediatos y prefabricados, por desconocimiento, por miedo, por estética, por crueldad, por aburrimiento… Y, luego, me han rechazado a mansalva, como a todos: amantes, parejas, directores de recursos humanos, familiares, funcionarios, compañeros de piso, conductores, Ministerios (con mayúscula), concursos, personas a las que admiro, embajadas e incluso gente anónima a la que creo que ni siquiera conozco (estos últimos parecen ser mi especialidad). Dada la continuidad de su presencia, decidí hace tiempo dar al rechazo la importancia que tiene en mi vida, porque supongo que desaparecer… no lo hará nunca. Ser rechazado parece indivisible al tipo de vida que he decidido que me hace feliz. En el camino he intentado hacer de todo para acostumbrarme a su compañía: obviarlo, darle cariño, contraatacar, ridiculizarlo, aceptarlo, acupuntura, yoga, equinoterapia… todo. Soy plenamente consciente de que no se puede gustar a todo el mundo. Y aún así, sigo sin estar blindado ante él, ni siquiera acostumbrado. Me sigue sorprendiendo la virulencia de su violencia, lo profundo de su dolor, lo insultante de su descaro, lo inidentificable de su voz. Quizá ataque a rincones olvidados de mi infancia o incluso a inseguridades que ni siquiera sabía que tenía. La verdad es que no lo sé. Eso se lo dejo decidir a mi terapeuta. La cosa es que he hecho de todo, lo prometo. Hace nada, en esta web, me enfrenté a una última hornada de mensajes de rechazo, algunos realmente venenosos, a raíz de la publicación de mi primer artículo para Jot Down. Yo, evidentemente, no soy Woody Allen ni Fellini ni Anthony Burguess ni Martin Amis (ojalá), así que no quiero ni imaginar cómo debe de ser el rechazo que ellos tuvieron (y tienen) que soportar sobre sus hombros. Olé ellos. Mi rechazo, el que me toca vivir, es de estar por casa; es un rechazo de página web… aunque a veces yo lo sienta mastodóntico. Ahora, con algunos años y mucha calle a mis espaldas (y la que me queda, espero) sé que la manera más fructífera de canalizar sentimientos y angustias es hablando abiertamente sobre ellos. ¿Por qué no? A mí me sirve. Soy un acérrimo defensor de las palabras y creo en su poder. Las palabras me sanan. Siempre lo han hecho. Por ejemplo, así (respiro profundamente): ¡ME JODE QUE ME RECHACEN! ¡ME JODE QUE NO VEAS! No tanto como cuando sopla el viento, me despeino y me clarea la cabeza haciendo que parezca que sufro de alopecia. O no de la misma forma que cuando no consigo encontrar la palabra que busco. Es otro tipo de sensación, igual de incómoda. Y jode. Yo me lo busco, por ponerme a tiro. Y ellos saben disparar. Pero eso no hace que ellos sean los malos ni yo Michelle Pfeiffer en Las amistades peligrosas. Las historias maniqueas de buenos y malos son aburridas e irreales. La vida es gris. E incontrolable. Intentar dominarla con poses de estratega es garantía de sufrimiento. En la vida hay demasiadas historias entrelazadas como para poder organizarlas con la lógica. Las etiquetas no sirven para nada que esté realmente vivo. Como el rechazo.

Ahora, desde hace un tiempo, y con esfuerzo, vivo en un limbo comodón que me sienta de maravilla: intento llevar mi existencia en equilibrio simplemente siendo. Me es mucho más gratificante acudir a la humildad, ahora que ya no vivo con tanto miedo. Alguien me dijo una vez que el hombre, a veces, buscando respeto, se olvida de ser. Un día debí de levantarme entendiendo, por fin, que no escribía para convencer a nadie de nada, ni para ser respetado. Que lo que escribía, probablemente no sirviese de nada más que para hacerme feliz. Que escribía porque quería ser capaz de leer las historias que nadie me contaba. Que quería dejar ahí fuera mi forma de ver el mundo, aunque nadie me escuchase ni lo viera como yo. Que quería ser. Y dejar de atacar y de defenderme.

Poco a poco, he llegado a la conclusión de que el rechazo es de agradecer. La innumerable lista de virtudes engendradas a raíz del rechazo es inabarcable. Por ejemplo, si no fuera por los comentarios hirientes que leí en esta web acerca de mi primer artículo, quizás nunca habría pensado en escribir acerca del rechazo en el segundo. Así que he decidido no caer en la simplicidad de una primera sensación: del rechazo también se pueden extraer grandes enseñanzas. Es cierto, te lo aseguro: ha habido críticas que me han salvado el culo y rechazos que me han mantenido con vida (y sólo tengo 33). A saber dónde estaría yo ahora de no haber sido rechazado multitud de veces. Alguien me dijo que si te insultan anónimamente es sinónimo de éxito. Un precio deleznable, absurdo e incomprensible para un logro. No creo que haya éxito que merezca la pena si el resultado es un rechazo dañino y doloroso. No. Tiene que haber algo más que eso. Y, efectivamente, hay más. Porque el rechazo genera monstruos pero también héroes, desaliento pero también tozudez. El rechazo fomenta la rabia, la culpa, la vergüenza, el bloqueo, la inseguridad, el miedo y hace palpable la experiencia de la soledad abrasiva (que, para mí, es una de las sensaciones más desoladoras que existen). Pero también es el germen más potente posible de la decisión, el compromiso a ultranza, la motivación, la ilusión, la valentía, la aventura por preservar una voz y el (re)descubrimiento de lo único que te pertenece por derecho propio: tu libertad, tus sentimientos, tus palabras, tus ideas. La conciencia de tu identidad. El rechazo, bien canalizado, puede ser la fuente de energía más preciosa posible.

Todos tenemos técnicas para enfrentarnos a los fantasmas cuando éstos no se esfuman. Yo antes, entre otras muchas maneras, era tristemente efectivo noqueándome hasta perder el sentido con todo tipo de sustancias, estirando las horas y la inconsciencia. Ahora, entre otras estrategias, como escuchar atentamente o encerrarme a reflexionar y escribir (como estoy haciendo ahora), vuelvo siempre a un libro que se me coló bajo la piel al leerlo hace unos meses: Cosas que los nietos deberían saber. La prueba irrefutable de que del dolor y del rechazo pueden germinar experiencias cercanas a la perfección. Y lo cierto es que la (re)lectura de esta joya-libro testimonial me gratifica mucho más y me sale más a cuenta que una serie interminable de pasotones enlazados. Quédate con el título, hazte un favor y léelo (aunque no te sientas rechazad@). Ni siquiera tienes que saber quién es su autor ni conocer su trabajo. Esta confesión publicada por Blackie Books debería ser de obligatoria lectura en la cola del Inem, en las manifas 15-M, en el Congreso de los Diputados, en las oposiciones a Mosso, en la ópera, en los psiquiátricos, en los puticlubs, en las juntas de accionistas, en las raves y en las peluquerías.

Mark Oliver Everett (ese músico prodigioso a la cabeza de Eels metido a escritor) en su autobiografía deja claro cuánto fue rechazado, cuando todo su ser solo quería dedicarse a la música. Años y años de rechazo continúo en donde él sólo grababa y grababa música compulsivamente en sótanos y condiciones más allá de lo amateur intentando encontrar su voz. Para descubrir que, paradójicamente, ese rechazo fue lo que consiguió afianzarla. Se convirtió en el aliciente a su pasión. No sabía hacerlo de otra manera. Ni sabía ni quería: había leído un consejo en una biografía de Ray Charles en el que decía que había que encontrar en ti mismo lo que te hace único. Es gracioso: Everett leía a Charles y yo le leo a él. De nuevo, las palabras. Este librito mágico parece decir que del rechazo se puede sacar verdadero oro. Siempre que no te dejes vencer por él. Bienvenidas las dudas y la inseguridad y el bloqueo y el dolor y el sacrificio y la llorera. Es necesario sentir ese vendaval, por supuesto. Es parte del viaje, desde luego. Sabiendo que lo que espera al final, una vez atravesado el malestar, merece la pena.

Así que cuando me siento rechazado apago el móvil, abro las ventanas del balcón y me sumerjo en silencio (lo confieso: a veces lo hago al ritmo de su Blinking Lights and Other Revelations) en la autobiografía de este músico de barba tupida y adicción al puro tan atípico y friki como su vida. La historia seca, delirante, cercana, épica y profundamente humana de un crío que creció sin saber que tenía un futuro, que aprendió a practicar la reanimación cardio-respiratoria con la operadora del servicio de emergencias al teléfono mientras cargaba con el cuerpo de su padre muerto, que visionaba las múltiples formas en las que moriría suicidándose, que tenía (y tiene) el pasatiempo favorito de imaginar cuánto tiempo pasará entre su muerte y que alguien encuentre su cuerpo. La leyenda real de alguien que supo cómo seguir luchando, incansable, atravesando verdaderos valles de dolor, duda e incomprensión y que es capaz de narrarlo de una manera magistral, con la mezcla perfecta de alegre melancolía. En el extremo opuesto de la autoayuda moña de Bucay. El relato de un hombre que descubrió cómo perdonar y perdonarse a través de su música, que comenzó a entender la vida cuando ésta se le escapó entre sus manos en forma de muerte. Un héroe anti-photocalls problemático (otra etiqueta) y ensimismado, muerto de miedo, abonado a relaciones conflictivas de desamor y que un día escribió una canción titulada La chica de la oficina de correos se casa. El mismo tío que no tenía ni idea de qué cojones estaba haciendo, que se hartó de esconderse y fingir y decidió hacer algo positivo. El tipo ectomorfo peludo que hoy conoce el éxito (aunque realmente no lo desee), que ha llegado a sentirse cómodo con quién realmente es. El chaval que ha sobrevivido y que está bien. Que no es poco.

Así que, a veces, cuando me ataca la desoladora y agobiante sensación de ser yo (como la llama Mark Oliver Everett) buceo en este libro. Nunca sé lo que busco. Pero me apacigua la voz de ese compañero al que no conozco. Y sí, me emociono hasta las lágrimas con las muertes de su hermana kamikaze y de su madre infantil y un escalofrío caliente me recorre la espalda cada vez que leo sus pensamientos en el Royal Albert Hall leyendo cómo Everett reconoce con alegría y orgullo en la cara del público lo jodidos que estamos todos. Y me maravillo ante la vida de este artista y su necesidad incansable de sobrevivir y llenar el pozo de su vacío. Y entiendo que quedan caminos. Que adscribirse al victimismo no sirve de nada. Así que leo a Everett y me emociono y me siento vivo, tristemente eufórico, que, como todo el mundo sabe, es lo opuesto a sentirse rechazado.

Quizás la próxima vez que me rechacen me hunda un poquito, me flagele durante un tiempo, para resurgir al cabo de unos días, con una nueva idea en la cabeza, reforzada, eléctrica. Imparable. Mark Oliver Everett lo hizo. Basta con echarle cojones. Y creer que se puede.

 

Revista JOTDOWN