Después de dos años intentando conseguir levantar la financiación (a mí, por ahora, no me han dado esas ayudas que ciertas personas utilizan como argumento arrojadizo), este otoño por fin rodaré mi próximo cortometraje, de titulo provisional “Un juego más”. Y acabo de comenzar la preparación (hay un par de temas un poco difíciles en el guión y por eso necesitamos tiempo). Este fin de semana empezamos el casting de uno de los personajes protagonistas, una niña, que yo imagino como una mini Bárbara Stanwyck que hable castellano. Estos días vivo con una mezcla conocida de ilusión y vértigo, la que siempre me acomete cuando hay algo nuevo en el horizonte. Ilusión porque ha llegado el momento en el que la rueda empieza a girar y las palabras escritas toman forma. Y vértigo porque el control absoluto es una utopía: es el momento de las sorpresas y de que muchas cosas vayan tomando vida de manera independiente, ajenas a tus deseos. Nunca tienes la certeza absoluta de cuál será el resultado real de lo que acabarás teniendo entre manos. Un corto, como una película, como cualquier aventura que engloba a muchas personas tiene algo de incierto. Yo lo vivo encantado, como el regalo de un niño chico, pero también con miedo y respeto. Y me descubro a menudo pensando en la inmensa suerte que tengo de contar con actores como Guillermo Estrella (el hijo de Javier Bardem en “Biutiful”), Lola Dueñas y Carmen Machi. Me descubro sintiéndome el director más feliz del mundo imaginando los días en los que trabaje con ellos y tiemblo deseando estar a la altura. En mi cabeza compongo músicas mientras espero en la cola del super. Trazo patrones de vestidos al entrar en la ducha. Recreo entonaciones y encuadres escuchando a mi madre hablarme por teléfono. Aún no he llegado a pensar en posibles montajes mientras follo, pero todo se andará. Y eso que este corto no va a cambiar la vida de nadie ni va a hacer historia. Es otro corto, nada más. Pero para mí es todo un mundo, lleno de lugares y sensaciones por descubrir, repleto de momentos y luchas que me marcarán profundamente y se apoderarán de mis días (tengo esa parte tremendamente obsesiva en la que “Un juego más” se convertirá en mi vida, a todas horas). Así que así estoy, comenzando la aventura. Con una contractura recién descubierta, una manta eléctrica amarrada a mi hombro y una caja de myolastanes observándome desafiante mientras escribo.
Dicen que un comienzo es importante. Yo soy de los que piensa que así es. Pero que también nos hubiese venido la mar de bien que nos enseñasen a llegar a un final, con dignidad y aceptación, a saber elaborarlo y a superar el dolor (o al menos a integrarlo como parte indivisible de estar aquí, ahora). E incluso a entender que un fin, a menudo, no es nada más que un nuevo comienzo. Cuántas vidas, historias, películas y relaciones se desinflan tras un comienzo espectacular por falta de conocimiento y técnica de cómo llegar a un final. Vivimos en una sociedad de comienzos. Se premia a los emprendedores, a los que empiezan, pero se intenta acallar el posible fracaso de un final. Enseñar la tristeza debiera ser tan importante como compartir la alegría. Haría que no tuviésemos que emplear tanta energía en construir personajes ajenos a nosotros y esconder con ellos una frustración que por ocultar hacemos mucho más presente. Adorar a los fracasados debería ser ley, porque ellos sí se atrevieron. Así los que empezamos iríamos sobre seguro, sabiendo que no ocurre absolutamente nada por fracasar.
Todo eso pienso mientras empiezo la preparación de “Un juego más”. Telita.
Un comienzo no tiene por qué conllevar ilusión, ni siquiera aventura (por mucho que las comedias románticas de Norah Ephron intenten enseñarnos lo contrario). Un comienzo es una obertura que puede sonar en muchas tesituras: puede asustar (cuántas veces nos apabullamos ante lo desconocido), puede generar stress, angustia, euforia y me atrevería a decir que todo el abanico de posibles sentimientos catalogados. Un comienzo es un camino desconocido. Un comienzo es vida. Y riesgo. Y es un cambio profundo repleto de responsabilidad. Y como todos sabemos, no hay cosa que de más miedo al hombre que el cambio. Y, sin embargo, y con la seguridad de que comenzar puede querer decir que llegará el momento de enfrentarse a un final (no termina lo que no empieza), seguimos coleccionando comienzos. Nuestras vidas, nuestra calle, nuestra cama, nuestras ilusiones, nuestras relaciones, nuestra historia, nuestro curro… están construidos a base de comienzos.
Yo lo admito sin reparo: colecciono comienzos intentando no olvidarme de la importancia (quizá mayor) de coleccionar finales.
Y así, entre los comienzos que colecciono están aquellos comienzos de películas que me parecen de una belleza apabullantes. Algunos de ellos ni siquiera sé explicar por qué. Solo sé que me han tocado por debajo de la piel de una manera u otra y se han convertido en esos comienzos que, muy gustosamente, me encantaría firmar algún día. Son un pequeño panteón de ilusiones. De imágenes que recogen palabras y sentimientos que me cuesta expresar. Aquí está: una pequeña muestra de algunos (no están todos los que son) de los comienzos que colecciono. Coleccionar películas enteras da para un post distinto y todos sabemos que hay películas maravillosas cuyos comienzos no son especialmente magistrales (y ése es otro secreto que encierran algunos comienzos). Éstos de aquí, en mi opinión, sí lo son, cada uno a su manera. Supongo que compartirlos contigo es mi manera de decirte que, aunque lleguemos a un final, tendremos la seguridad de habernos atrevido a comenzar.
UN AÑO CON TRECE LUNAS (Fassbinder)
LA SOLEDAD DEL CORREDOR DE FONDO (Richardson)
EL ÁNGEL EXTERMINADOR (Buñuel)